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martes, 23 de octubre de 2012

Rutina


El despertador sonó a las 6, como siempre. Me levanté y sin pensarlo – como todos los movimientos que ocupan la mañana – me pegué un baño.  

Desayuné mi café con leche junto a la ventana mientras escuchaba la radio de siempre. Hay días que las noticias son las mismas. Ni el pronóstico cambia. Nublado con probabilidad de lluvias y lloviznas, como toda la última semana.  Vale aclarar que nunca llovió ni lloviznó, por eso mismo no llevé paraguas. 

Doblando la esquina, la primera de quien sabe cuantas antes de llegar al subte, tuve ese presentimiento. Ese. Ese mismo, si. Casi por llegar a la tercer esquina  - no es que las conté pero lo deduzco por las cuadras que avancé – se me cruzó por la cabeza cambiar la rutina y tomar el colectivo. Tardaría un poco más pero ese presentimiento me hizo dudar. Ese mismo, si. Sin embargo, llegué a la tercera esquina y seguí de largo camino al subte, es increíble como uno actúa por inercia a lo largo de sus días. 

Vale aclarar que no solo lloviznó sino que llovió y fuerte. Y yo sin paraguas y sin piloto. Ni atiné a apurarme, mojar me iba a mojar lo mismo. Lo único que pensaba es porque no volví a casa luego de ese presentimiento. Ese mismo, si. Llegué al subte que por supuesto estaba con demoras. Y con goteras. Y yo sin paraguas y sin piloto. Pensé en salir y tomar un taxi, pero era fin de mes. Por lo tanto, opté por no irritarme, me senté en un lugar libre que nadie había visto y saqué mi libro. Total, era viernes. Las mañanas de los viernes son distintas. 


El señalador marcaba la página 94 de La Resistencia, de Ernesto Sabato. “Hay que resistir, éste ha sido mi lema”, es lo primero que leo. Y yo me indigno y resisto. Resisto y me indigno. Y leo. El subte llegó vacío, como siempre. Estaba en la primera estación de la línea verde, Congreso de Tucumán. Por supuesto que ese vacío no duró mucho. Subte con retraso a esa hora de la mañana no es una buena combinación. Subí como levitando, mis pies casi no tocaron el piso mientras la gente empujaba para conseguir lugar. Me ubiqué en un rincón y abrí mi libro otra vez. El señalador marcaba la página 113, recién ahí me di cuenta cuánto estuve esperando. 

Eran las 8.36, no tan tarde. Veinte minutos hasta la estación Plaza Italia me daban cuatro para hacer las dos cuadras que distan desde la estación hasta mi oficina. En Palermo me fui acercando hasta la puerta, lo mas que pude. Pregunté a los que tenía delante si bajaban, me respondieron sin mirarme – por supuesto – que si. De manera sorprendente me encontré en estación Palermo otra vez. Estaba seguro de que era la estación que acabamos de pasar,  pero dadas las circunstancias esperé a la próxima parada. Otra vez gente adelante, otra vez la misma pregunta, otra vez la misma respuesta, sin mirarme, claro. Otra vez la misma estación… 

Desconcertado, volví al presentimiento de aquella esquina que ahora parecía tan lejana. Ese presentimiento, ese mismo, si. Mientras intentaba buscar una explicación el subte retomó la marcha y yo, ingenuo, aguardaba por la estación Plaza Italia. Vale aclarar que nunca llegó, inexplicablemente estaba en Palermo otra vez. Consideré bajarme y caminar pero mis pensamientos me bloqueaban y nunca llegaba a descender. La gente se renovaba, se me cruzaba,  me rozaban pero no me tocaban. Vaya a saber que expresión tenía mi rostro. 

Finalmente me senté y ya no esperaba la estación Plaza Italia, esperaba encontrar una respuesta lógica a lo que estaba pasando. En realidad, sabía que no la encontraría. Miraba pero no miraba, los ojos clavados en la nada misma. Los pensamientos me apabullaban. De repente, noté algo todavía más extraño. Me encontré en la estación de partida, Congreso de Tucumán. Miré el reloj, eran las 19. Casi en punto. Me bajé. Y por la misma inercia que me trasladó por la mañana, salí del subte y comencé a caminar. La última esquina se convirtió en la primera. La primera, en la última. Ya no recordaba ese presentimiento. Ese mismo, si. Mi cuerpo, cansado, abrió con las pocas fuerzas que tenía la puerta de mi casa. Me recosté en el sillón dispuesto a terminar mi libro. El señalador marcaba la página 94. Extraño, ya que estaba seguro de haber leído esas páginas con anterioridad.




d.a.f.

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